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martes, 29 de abril de 2014


LUIS CENUDA


Las islas




Recuerdo que tocamos puerto tras larga travesía, 
y dejando el navío y el muelle, por callejas 
(entre el polvo mezclados pétalos y escamas), 
llegué a la plaza, donde estaban los bazares. 
Era grande el calor, la sombra poca. 

Con el pecho desnudo iba, distraído 
como si familiares fuesen la villa y sus costumbres, 
y miré en un portal al mercader de sedas 
que desplegaba una, color de aurora, fría a los ojos, 
sintiendo sin tocarla la suavidad escurridiza. 
Ante un ciego cantor estuve largo espacio, 
único espectador, y parecía cantar para mí solo. 
Compré luego a una niña un ramo de jazmines 
amarillentos, pero en su olor ajado tuvo alivio 
la dejadez extraña que empezaba a aquejarme. 

Desanudada la faja en la cintura, 
unos muchachos que pasaban, reían, 
volviendo la cabeza. Acaso me creyeron 
Ebrio. Los ojos de uno de ellos eran 
como la noche, profundos y estrellados. 

La humedad de la piel pronto se disipaba 
por el aire ardoroso, a cuyo influjo 
mi pereza crecía. Me detuve indeciso, 
acariciando el cuerpo, sintiendo su tibieza 
lisa, como si acariciara un cuerpo ajeno. 

Seguí, por parajes nunca vistos, 
mas presentidos, igual a quien camina 
hacia cita amistosa. Deponía la tarde 
su fuerza, cuando al fin quise 
buscar reposo ante un umbral cerrado. 

Era un barrio tranquilo. Mis párpados pesaban 
(acaso dormí mucho), y al abrirlos de nuevo 
ya el sol estaba bajo en el muro de enfrente. 
Una presencia ajena pareció despertarme, 
porque al volver la cara vi una mujer, y sonreía. 

Como si de mi anhelo fuese proyección, respuesta 
ante demanda informulada, me miraba, insegura; 
aunque yo nada dije, con gesto silencioso, 
invitándome adentro, me tomó de la mano. 
La seguí, con recelo más débil que el deseo. 

La sala estaba oscura (ya caía la tarde). 
Sobre la estera había almohadas, un cestillo 
anidando manojos de magnolias mojadas, 
de excesiva fragancia. filtró la celosía 
unas palabras de la calle: «Le encontraron muerto». 

Las pensé referidas a un camarada, 
quizá presagio de mi sino. Pero ella, 
atrayéndome a sí, sobre la alfombra 
el ropaje tiró, como cuchillo sin la vaina, 
fría, dura, flexible, escurridiza. 

Mis manos en sus pechos, su cintura 
quebrarse pareció al extenderme sobre ella, 
y en el silencio circundante, al ritmo 
de los cuerpos, oí su brazalete, 
queja del ave fabulosa que escapaba. 

La oscuridad llenó la sala toda 
cuando saciado y satisfecho quise irme. 
En la puerta (ella como mi sombra me seguía), 
al cruzar su dintel, sentí que entre mis dedos 
quedaba el brazalete, ahora inerte y mudo. 

Mucho tiempo ha pasado. No aceptara 
revivir otra vez esta existencia. 
Mas no sé qué daría por sólo aquel instante 
revivirlo. Bien sé que apenas tengo con qué tiente 
al destino, ni el destino tentarse dejaría. 

Cuando el recuerdo así vuelve sobre sus huellas 
(¿no es el recuerdo la impotencia del deseo?). 
Es que a él, como a mí, la vejez vence; 
y acaso ya no tengo lo único que tuve: 
Deseo, a quien rendida la ocasión le sigue.




PUBLICADO POR ANTONIO J. VALLADARES 

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